Teoría jurídica del Estado

Desde el análisis de la sociedad política resumido en la tabla que desarrolla el cruce de las ramas y capas del poder político podremos, en primer lugar, al menos para efectos críticos, establecer las coordenadas de la idea de una sociedad política (y de un Estado de Derecho, sea en sentido débil, sea en sentido fuerte) situándola en el conjunto del cuerpo político global. La idea de una sociedad política se constituiría en el momento de la representación de los poderes del Estado determinados en el eje sintáctico, cuando éste se cruce con la capa conjuntiva de la sociedad política. Según esto, la doctrina de los tres poderes ofrecería una terna de determinantes de la sociedad política considerada desde la perspectiva de la capa conjuntiva.

Esta doctrina recoge, por tanto, sólo un momento abstracto del cuerpo político; lo que no significa que su abstracción no pueda ser transformada en una abstracción objetiva (“institucional”), mediante una hipóstasis, más o menos artificiosa, de la capa conjuntiva. Sería la abstracción que pretende llevar a efecto la ideología liberal pura, no intervencionista (la teoría del “Estado gendarme” o, después, del “Estado mínimo”), que tratará de dejar definitivamente entregada a la “sociedad civil” la capa basal (en gran medida, la “Administración”); en cuanto a la capa cortical, supondrá que ella es coyuntural, e incluso (una vez lograda la paz perpetua) prescindible.
Desde nuestro punto de vista nos veremos obligados a concluir, sin embargo, que la abstracción inherente a la idea de un Estado de Derecho mínimo, en cuanto teoría de la sociedad política, tiene tanto de ficción como de abstracción, puesto que nunca jamás el Estado se ha podido replegar a su capa conjuntiva, salvo en el terreno de una ideología doctrinaria. La teoría jurídica del Estado de Derecho no es sino un reduccionismo jurídico, paralelo al que, por su parte, lleva a cabo la teoría económico política del Estado. Para la concepción económico política del Estado (que algunos confunden con el materialismo económico) tanto los procesos de producción como los de consumo que tienen lugar en el seno de un Estado determinado serán considerados como procesos económicos. Se trata de un grave error: el consumo individual no es en sí mismo un proceso económico, sino fisiológico (y aquí se funda la distinción entre el valor de uso y el valor de cambio); ni la producción, ni el trabajo (en su sentido físico-etológico) son tampoco intrínsecamente procesos económicos. Las fortificaciones, las vías de comunicación y, en general, las obras públicas de interés estratégico, no tienen necesariamente ni causalidad ni finalidad económica (aunque tengan efectos económicos). Tampoco el trabajo, en su sentido físico etológico (fuerza × espacio × coseno de α) es intrínsecamente una categoría económica, y sólo se convierte en tal al entrar en el circuito del mercado, como trabajo asalariado o vendido, por ejemplo. El trabajo físico, “etológico”, desarrollado por un individuo que levanta pesos para fortalecer sus músculos no tiene, por sí mismo, significado económico; sólo cuando este individuo, u otro semejante, desarrollando un trabajo igual, recibe una compensación económica por cuenta de un club, que prepara su trabajo para un espectáculo con fines comerciales, entonces ese trabajo alcanzará significado económico. Otro tanto ocurre con el “trabajo” del ama de casa, que por sí es un trabajo en sentido psicofísico, pero no económico, y por ello carece de sentido exigir por él una “retribución salarial”. ¿Quién habría de darla, si se mantiene la institución de la familia? ¿El Estado? En este caso el ama de casa se convertiría en asalariada del Estado, es decir, dejaría de ser ama de casa y aproximaríamos su situación a la de las “reducciones” de los padres jesuitas en el Paraguay.

Así también tampoco las transacciones, convenios, regalos, etc., que tienen lugar en el tráfico de la vida social ordinaria, poseen significado jurídico; sólo desde un “totalitarismo jurídico”, como el que impregnó la idea de un Estado de Derecho en sentido pleno, todas estas transacciones, convenios o interacciones sociales, recibirán la calificación de legales o de ilegales. Porque no caben “espacios vacíos de ley”. Lo que significa que si existe algún espacio efectivo (sea social, como el abierto por una conversación privada; sea natural, como el abierto por un cielo con nubes) “libre de ley”, la concepción jurídica del Estado tenderá a forjar una norma ad hoc que diga, por ejemplo: “son legales las conversaciones privadas”, o “no es ilegal el cielo con nubes” (lo que tiene aplicación efectiva en contextos turísticos). Hasta las mismas normas éticas resultarán reabsorbidas en el ordenamiento jurídico. El “totalitarismo jurídico” podría compararse, de algún modo, a aquel “totalitarismo médico” que el doctor Knock intentó aplicar en la villa de su jurisdicción, según nos contó Jules Romain en Doctor Knock o el triunfo de la medicina. El doctor Knock se propuso y, en el escenario al menos, lo consiguió, “elevar a la existencia médica a todos los ciudadanos de la villa”. Así también los doctrinarios del Estado de Derecho se habrían propuesto “elevar a la existencia jurídica” a todos los ciudadanos de la sociedad política. El fenómeno degenerativo que conocemos como “judicialización de la vida política” podría ser considerado como una consecuencia lógica de la concepción totalista del Estado de Derecho; porque desde el momento en que se supone que todos los contenidos de la vida social y política están “elevados a la existencia jurídica” habrá que ver también a todas las actuaciones administrativas o militares del gobierno, incluso las que tienen lugar en el seno de los partidos políticos en cuanto tales, como susceptibles de ser juzgadas por los tribunales de justicia. 
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